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“Nuestro futuro es eterno”, señaló Octavio Paz en uno de sus libros esenciales: Los hijos del limo. “Nuestro futuro no es un fin, al contrario, es un continuo comienzo, un permanente ir más allá”. Este avanzar sin retorno lo coloca a él mismo en perspectiva, ahora que es un joven abuelo de 105 años, para que nuevas y viejas generaciones lo descifren sin cesar.

 

 

En 1990 estaba en Nueva York preparando una conferencia para las Naciones Unidas, cuando lo despertó una llamada telefónica. Había ganado el Nobel de Literatura. Estaba en el hotel Drake y su suite era la 1605. Su estancia coincidía con la magna exposición que apoyaba el INBAL y se presentaba en el Museo Metropolitano, México: Esplendores de 30 siglos.

Paul Valéry pensaba que “la historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor y consumidor de literatura”. En este sentido, acaso debería considerarse el Premio Nobel de 1990 como un premio a la poesía.

Cierto es que Octavio Paz destacó en varios géneros literarios, sobre todo el ensayo sin cuyos títulos no se comprendería el siglo XX mexicano, como El ogro filantrópico y El laberinto de la soledad; y muchos de ellos abrieron la puerta para conocer la vanguardia de la época, lo mismo en arte que en antropología, como son los casos de Marcel Duchamp o El castillo de la pureza y Claude Levy-Strauss o El nuevo festín de Esopo.

Sin embargo, no es excesivo decir que su vida y obra se volcaron al entendimiento y al ejercicio de la poesía. En El arco y la liraLos hijos del limo y La otra voz, intentó definir el origen y los alcances del quehacer poético, pero acaso no le molestaría que en ese futuro eterno fuera reconocido solo y exclusivamente como el gran poeta que es.

Obras como Piedra de sol (1957), Blanco (1966) y Pasado en claro (1975), lo convirtieron en un maestro del poema largo, unas veces narrativo y otras veces claramente experimental. Su fructífera estancia en India, le permitió escribir dos de los poemas más hermosos del castellano, uno en verso como Vrindavan (1967) y el otro en prosa El mono gramático(1974).

Asimismo, habría que reconocer su gran labor como traductor, donde frecuentó las obras poéticas tanto de Oriente como de Occiente, de Mallarmé a René Char, de Elizabeth Bishop a Wallace Stevens, de Fernando Pessoa a Artur Lundkvist, pero también tradujo poesía sánscrita, poetas chinos como Chuang-Tse y Li Po, y japoneses como Matsuo Bashō.

Además del Nobel de Literatura, también recibió los premios Cervantes, Nacional de Ciencias y Artes, Internacional Alfonso Reyes y Xavier Villaurrutia, entre los más importantes. Obtuvo distinciones como la beca de la Fundación Guggenheim y los doctorados honoris causa de las universidades de Roma, Harvard, Boston, Nueva York, Texas, Murcia y Nacional Autónoma de México.

Falleció el 19 de abril de 1998 en la Ciudad de México, pero a 105 años de su nacimiento, que se cumplen este 31 de marzo, aún tiene un futuro por explorar y su obra ya está en manos de las nuevas generaciones que renovarán su actualidad y pertinencia.