Gerardo Deniz: el monstruo de la alquimia lingüística

Por Omar Alcántara Islas
Quizá el rasgo principal de su poesía sea la extrañeza al leerlo. Contra las formas habituales de expresión, que están muy arraigadas al pensar en la poesía y que la pueden convertir en algo predecible e incluso insustancial, Gerardo Deniz (seudónimo de Juan Almela –España, 1934) ha propuesto, a lo largo de casi cuatro décadas, una obra variada en la que predominan la poesía y el ensayo, pero que no está exenta de algún acercamiento a la narrativa. Propuesta sin pretensiones la suya, pero que poco a poco se ha convertido en imprescindible, si se quiere conocer una voz totalmente distinta y original –aunque ciertamente compleja– de la poesía en la actualidad. Voz extraña y culta, de ritmo preciso y heterodoxo. Templada, crítica, irónica e irreverente, sin carecer de erotismo. Un concierto de extraños mundos y, aunque Deniz insiste en que su poesía repele a lo humano y que verla de otra forma es un error, lo cierto es que sus poemas también se caracterizan por una búsqueda insaciable del placer, así haya que buscarlo en los espacios más recónditos de la realidad. Adrede, se empiezan a perfilar los poemas que le traerán resonancia. En ese libro, el poeta pasa súbitamente de los sonetos hábiles y bien rimados a otra sustancia más amorfa. Deniz es difícil, pero siempre enriquecedor en la multiplicidad de sus búsquedas: la química, el color, las mujeres, la reflexión, la mitología, la música… En fin: esa cosa llamada Poesía, comprendida de una manera poco convencional: la suya.

En casi toda la conversación, mientras en su tranquilo apartamento de la colonia Del Valle se oye sólo el trino de los pájaros, Gerardo Deniz se sumerge en sus palabras y sus recuerdos. Ríe mucho, aun con toda la dolencia de sus “cuatro o cinco enfermedades humillantes y crónicas”, como escribe él mismo en la “Nota” de Sobre las íes, la reciente antología editada a partir del Premio Especial Aguascalientes, con el que fue distinguido este año.

Omar Alcántara Islas –Su poesía me es muy difícil…
Gerardo Deniz –Sí, pero te propongo un ejemplar que nadie conoce, pero existe: se llama Visitas guiadas. Lo publicó una editorial que en mi honor se llamaba Gatuperio Editores. Con semejante nombre, claro, no duró nada la editorial aquella. Esto ya hace, fácil, diez años... Eso, por lo de los ingredientes que aparecen en mis cosas, que son más o menos variados. Lo que siempre me ha llamado muchísimo la atención es que en México todos los poetas y otras hierbas intelectuales, todos, por ejemplo, leen de corrido a Ezra Pound o a T. S. Elliot, y ellos no les plantean problemas; a mí sí. Pero mis cosas, ésas sí no. Me parece muy curioso que descubran todos los ingredientes que utiliza Elliot, por ejemplo, y que sin embargo el pobre de mí necesite dar mil vueltas para que sepan de qué estoy hablando. En fin, son cosas que pasan: Elliot es un gran poeta, puede poner cosas en griego; pero pues yo no. Mejor dicho, puedo, pero las mías no se entienden…

–Con respecto al Premio Aguascalientes, ¿qué emociones le produjo recibir este homenaje?
–Ah, pues siempre es muy favorable, muy agradable. Yo, desde luego, no tengo práctica porque ese fenómeno no se ha dado nunca. Sólo cuando me dieron mi único premio, que fue el Villaurrutia, creo que en el año 91 ó 92 [fue en 1991].

–A partir del homenaje de Aguascalientes, hay una antología: Sobre las íes, ¿a partir de qué criterio hizo esta selección? ¿Hay un hilo conductor?
–No, en realidad no lo hay. Fui viendo, fui repasando mis libros, y no todos, y escogiendo lo que en el momento me parecía, no sé, más insultante. Pero no, no hay que buscarle tres pies al gato, sabiendo que todo gato tiene entre ocho y veinticuatro pies.

–Además de que un gato con tres pies se ve muy mal... [parafraseando un poema de Deniz]
–¡Es tristísimo! [Responde, completando el verso: “un gato con tres pies es tristísimo” ]. Porque yo soy un gatófilo de primera, eh. Ojo, aquí en este momento no se ven, pero allá adentro [señalando hacia otro cuarto de su casa] hay siete, y existe un octavo en otro lugar. Y tres en el estacionamiento. Lo que siento es no poder tener ciento cincuenta.

–Sabía de esto, de hecho me imaginé ver muchos gatos al entrar a su casa…
–Sí, es que son muy tímidos los que tengo ahora. Yo he tenido gatos sociables; pero en fin, como los dejo seguir sus impulsos naturales, lo más frecuente es que se metan en un clóset y cuando llega alguien… Luego agarran confianza y hasta se arrepiente uno.

–Hay un poema suyo que habla de un hombre que dice preferir a los perros, porque los perros son proletarios, en cambio los gatos…, y etcétera.
–Sí, eso lo he oído. Porque una de las características más desagradables de lo que escribo es que prácticamente todo se refiere a cosas vividas o cosas ocurridas. Y son ciertas como las cuento: son ciertas o apenas adaptadas, o así. Y eso, por ejemplo, lo escuché literalmente, porque durante largo tiempo en mi trabajo viví en la atmósfera sublime de Marx y Engels, y Fidel y el Che Guevara, más un poco de Mao, coctel perfecto.

–Recuerdo que al respecto son muy ilustrativos los poemas de Grosso modo, con este personaje, Rúnika…
–Que existe, aun cuando desgraciadamente en la vida real [Rúnika] no resultara tan accesible como en los poemas [ríe]. Por eso, todo tiene siempre una odiosa base real. Donde realmente nació Rúnika fue en Picos pardos: es un personaje central, clave, de los Picos pardos, que es un librito que publicó Vuelta. Ella aparece en más de un libro, pero el lugar principal es en Grosso modo, que comienza con unos poemas –bueno, lo de poemas, lo digo, claro, entre comillas–, empieza con unas cosas que llevan el título de “Fosfenos”, que tienen esa inspiración básica.

Pero luego se me desprendió y se me desgarró la retina. Y tuve que estar, después de una operación en la cual nunca quedé del todo bien… Bueno, pues estuve un mes sin poderme levantar ni abrir los ojos, más que lo indispensable después de aquella operación, y entonces fui haciendo los textos aquellos de los fosfenos, que tiene su razón de ser: los fosfenos son las luces que se ven en la retina por diferentes estímulos. Sobre todo, si se aprieta uno un poco los ojos, se ven rayos, truenos, chispas, cosas y demás… Esas visiones son fosfenos. Y a lo largo del mes de quietud y ojos cerrados, fui armando los que son dieciocho o algo así… Les tengo cariño a esos textos, porque cuando ya me perdonaron y me dejaron leer “una hoja cada mañana, con luz del sol”, lo primero que hice fue ir poniendo por escrito lo que había estado excogitando durante el mes anterior; y quedó muy bien, casi no necesitó ningún retoque; salió, para mi gusto, potable. Pero en fin, yo tengo el inconveniente, que creo que es muy común, de que no puedo ver las cosas más que como veo las cosas.

–¿Se concibe a sí mismo como poeta o antipoeta? ¿O ni lo uno ni lo otro?
–No me interesa. Que cada quien me insulte como quiera. Yo sé que es cómodo hablar de poeta, poesía, poemas… ¿Qué son eso? Son líneas por lo regular no muy largas, cuando son largas se llaman versículos, pero no deja de ser poesía, creo. Y bueno, con eso ya nos entendemos.

–Entonces, ¿cómo entiende usted la literatura?
–No entiendo la literatura, por eso prácticamente no leo más a nadie. Ni en mis mejores o peores tiempos leí gran cosa. Descubrí la poesía, en un sentido, en un periodiquito que traía dos poemas de Octavio Paz, ya viejos entonces. Se leía, [en] el periodiquito aquél, de esas cosas infinitas de la burocracia: noticiero cultural de la secretaría no sé qué, no sé cuánto… Lo leí por casualidad, traía dos columnas; una decía “Poetas de hoy”, la otra decía “Poetas de ayer”. Ya me había leído varios cuando una tarde descubrí los de Paz y me impresionaron como no me habían impresionado los que había leído yo, supuestamente de poesía. Que nunca había sido de agarrar un libro de poemas, ¡qué horror!, pero lo hice ya, de ahí en adelante, durante un año. ¡Y leí un montón de poetas! Demasiados... Y descubrí que los de Paz y los de otros cuantos –Dante, Góngora, López Velarde, Gorostiza, Baudelaire, Mallarmé, John Donne–, [que] eso me resultaba muy eficaz, muy agradable, muy emocionante; pero el noventa por ciento de lo que leía, sencillamente me fastidiaba y me aburría. Así que mi impulso poético era sincero, pero limitadísimo. Y desde entonces, casi no ha crecido. Y últimamente no sólo no crece, sino que ya ni releo lo que tanto me gustó…

–¿Recuerda cuantos años tenía cuando descubrió la poesía de Paz?
–Sí, ¡ya era viejo, ya era viejo! Ya tenía como 20 años. Yo recuerdo muy bien en la escuela que los que tenían vocación literaria estaban haciendo versitos, y hasta soñando con publicarlos, cuando tenían doce años, catorce, dieciséis… A mí no me pasó eso nunca, pero luego me dio la crisis ésta. En un sentido limitado, pero muy cierto, todavía vigente la crisis aquella. Sólo que ahora ya leo más otras cosas. (...) Leer una buena novela, eso sí me mata, me mata…

Sobre mi aversión inicial a la poesía, estuvo ante todo la escuela. La escuela es una institución mal hecha y que es un remedio peor que la enfermedad. El mundo estaría mucho mejor sin escuelas. Y por las clases de literatura me nació una aversión a la literatura en todos sus aspectos. Un año de literatura española y un año de literatura universal, suerte que sólo fue eso, porque yo a lo que iba era a la carrera de Química, cuando creí que de veras existía. Pero lo poquito que me salpicó en las clases de literatura fue funesto; por eso luego necesité una reacción para decidirme a leer poesía, y hasta encontrar algunas cosas que me gustaban y me siguen gustando. Por eso casi no he ampliado mi panorama poético-literario. De todas maneras, eso quedó con cojeras terribles, nunca he podido con ello.

Mejor dicho, leía como es debido a los doce años o quince; y desde los siete, vaya. Leía mi Julio Verne, mi Salgari, mi Wells y pare de contar. Y luego me asomé con horror a grandes obras, a Proust y a Joyce, que sin duda es admirable, sobre todo para no leerlo. En fin, leí una vez –una ya es mucho– El Quijote. Lo leí por única vez a los 42 años o algo así. No me desagradó, pero es demasiado largo. Por eso lo de la literatura no sirve más que para meterme en líos y confundirme… [ríe] La mía, en cambio –¡qué horrible egoísmo!–, la mía, en cambio, me entretiene. Me gusta el escribir, cosa que puede ocurrir en cualquier momento. Ahora ya no, porque no veo, con esta luz ya no veo ni jota, y además me tiembla la mano; pero, de algún modo, voy a escribir muchas cosas que tengo pendientes, digamos, pero ésas son las mías y sólo las mías…

–De los libros de Verne, Salgari, Wells, ¿hay algún libro que recuerde con particular emoción?
–En el Gatuperio hay una sección entera que se llama… El título en español es –conocidísima la novela– Veinte mil leguas de viaje submarino. En francés se llama Veinte mil leguas bajo los mares; y me dijeron que por ahí había alguien que había traducido Veinte mil lugares bajo las madres [Risas]. Entonces le puse ese título a esa sección de mi Gatuperio. Y ahí, invento todo un rollo del Capitán Nemo y del señor Aronax. Es el libro que más he leído. Tendría yo doce años, algo así, cuando descubrí que lo leía tanto que decidí, cada vez que lo leía, poner una rayita en la tapa, y al final lo dejé por aburrimiento, cuando llevaba como 60 runas o algo así.

–¿Cuándo fue la última vez que lo leyó?
–Seguramente el año pasado. Ahí lo tengo para leerlo, ahora, este año.

–¿Cuál fue el impulso inicial que lo llevó a escribir?
–Fue Octavio Paz cuando lo conocí en persona y le enseñé lo que tenía yo escrito, explicándole que él era el responsable, sin saberlo. Y tuvo una opinión muy favorable, que afortunadamente sostuvo siempre. Y me dijo inmediatamente que había que publicarlo. Yo le dije que “¡calmantes! ” Y ya en el año 68 ó 69 le dije finalmente a Paz: “bueno, ya, vamos a publicar”; entonces, con la varita mágica consiguió que me recibieran en Joaquín Mortiz con el Adrede. Luego me enteré que había unos poemas famosos, titulados Poemas adrede, de Gerardo Diego. Lo siento mucho, yo no sabía cuando puse el título, ni cuando escogí el seudónimo que fuera también Gerardo y luego “D” de Diego... En mi único viaje fuera del D. F. fui a España a leer unas conferencias, y estuve por allá como un mes. Ha sido mi única salida fuera de la República. Ahí fui a buscar la casa donde había yo nacido; no la encontré, pero la calle sí –luego supe que ya hace mucho fue demolida–. Yendo por la calle, pensando dónde habría nacido yo, vi una placa, un mosaico en una pared, me acerqué y decía: “En esta casa vivió diez mil años y murió aquel poeta Gerardo Diego”. Y dije: “ah, con razón, me infectó desde la cuna”.

–¿Y a los 20 años ya leía en otras lenguas?
–Yo a los dos años de haber nacido en España, estaba en Ginebra, Suiza; ahí estuve seis, cinco años, algo así… Y ahí fui a la escuela y aprendí el francés. Después ya vinimos a México y dejé olvidado el francés, pero luego lo rescaté. Ahora lo leo con soltura, aunque hablarlo ya no. Hace 66 años que no hablo francés. Y aquí en México, en un trabajo aburridísimo empecé a aprender a leer inglés. Como me di cuenta que eran necesarios para cualquier estudio científico el francés, el inglés y el alemán, pues insistí con el inglés, hasta [saberlo] como ahora: poder leerlo con soltura y no dar ni los buenos días hablado, porque nunca aprendí cómo se pronuncia. Del francés se me olvidó la pronunciación, pero la del inglés no la supe nunca.

Unos años después estudié un año de alemán con una profesora. Fue la última vez que me enseñaron algo, porque ya llevaba mucho tiempo que todo lo que aprendía, lo aprendía yo por mi cuenta. Ella, naturalmente, se empeñaba en que yo le contestara en alemán, pero como no era para nada mi propósito, yo la escuchaba… A ella la entendía muy bien, a los demás alemanes no, pero a ella sí. Y cuando esperaba que le contestara algo, yo le decía “ Ja, jawohl” [“Sí, a la orden”] y todos contentos. Tomé así un año y ya pude leer mi química y mi biología y demás en alemán.

Después de eso, en el 73, descubrí un autor francés, Georges Demeuzil, que se ocupa de mitología comparada y de lingüística caucásica y tal cual; y entonces se me prendió el foco lingüístico y así me puse a aprender sueco y danés, que se parecen mucho. Y yo solito también estudié ruso, pero era casi imposible obtener material en ruso que fuera de mi interés, porque yo quería unos libros sobre los pueblos de Siberia, y de Moscú me mandaban los discursos que pronunció Stalin en 1950. Entonces dejé al ruso irse pudriendo; ahora ya está podridísimo.

Llegué a aprender bastante polaco porque tuve una temporada un amigo polaco, y como se parece mucho al ruso… Ahí se dio el caso chistoso de que, en una ocasión, entre mis papeles revueltos, encontré una fichita que tenía una preciosa frase en polaco, de la cual entendía yo tres palabras. “¿De dónde salió esto?”, me dije; entonces me acordé, la había escrito yo, pero ya se me había olvidado… [ ríe] Entonces me lancé a todo lo habido y por haber, sin pretensiones de agotar el asunto. Todavía me dura esa otra crisis, la lingüística. La paso muy a gusto leyendo una gramática albanesa o tibetana, o georgiana o tarasca, sin pretensiones de leerlo todo, ni de estudiar vocabulario, para nada, ¿para qué? Desde entonces me he divertido con el chino y el tibetano, o el indonesio y el sánscrito… Llegué a aprender bastante bien, leído, claro, el turco. Porque fue al principio como el sueco y el ruso: llevaba mucho impulso y pensaba que iba a conseguir algo… A conseguir algo de qué leer y qué estudiar. Pero cuando no fue así, estudié todos los idiomas del mundo, a medias, y sin pretensiones de nada.

–¿Cuál cree que haya sido la lengua en la que haya abrevado más?
–Lo que más he leído en la vida, que a estas alturas ya debe ser tanto como el español, es el inglés, seguido rápidamente del francés. El alemán no me gusta nada. Lo aprendí sin mucha pretensión, porque la literatura alemana, con rarísimas excepciones –entiéndase algo de Goethe y Rilke– no es una cosa que me importe. Así que desde el momento en que pude empezar a leer mis revistas de química, ya lo dejé bastante. Después me ensanché leyendo distintas cosas de lingüística. Si me preguntas donde aprendí el poco esquimal que sé, pues fue en un libro alemán.

–¿Le importa que sean pocos sus lectores, a partir de la complejidad de sus versos?
–Ah, no. Ya sólo me falta plantearme semejantes problemas. Escribo lo que me sale, y en fin.

–¿No le inquieta que a partir de su poesía se elabore todo un culto a su persona, ya no tanto a sus textos…?
–Mientras no me molesten, que hagan lo que quieran [ríe]. Que hagan si quieren autos de fe con mis libros, o que hagan actos maravillosos de admiración, ni me viene ni me va.

–¿Quién es Gerardo Deniz, más allá de la poesía?
–Un fracasado, que por estar en México no pudo dedicarse debidamente a lo que realmente le interesaba, que es la química y la biología. Y que se botó la puntada de ponerse un seudónimo, sobre todo para que diversas personas no se enteraran de que andaba haciendo esas cosas vergonzosas, de poemas y demás… Cosa que me fue útil: durante largos años sí me protegió bastante el no haber usado mi verdadero nombre. Nunca es que me propusiera cosas complicadísimas, sino sólo eso, evitar los comentarios de algunas personas que les iba a parecer raro, feo; o peor todavía, que me iban a pedir que les recitase algo, se iban a llevar el susto de sus vidas [Risas]. Deniz quiere decir “mar” en turco.

–¿Así que hubiera preferido ser un científico?
– Yo sí, es en mí más auténtico. Lo malo es que no consigo creer en la reencarnación; si no, me quedaría algún consuelo. A pesar de ese hecho, deplorable, de que los que reencarnan no se acuerdan de su encarnación previa, hasta que se llega a la penúltima. Entonces sí: ve uno toda su estupidez como en una pantalla... pero es muy difícil la reencarnación.

–Sobre la reencarnación, recordé un poema en Mansalva, en donde usted recurre al cuadro El juramento del juego de pelota, de Jacques-Louis David y dice que en una encarnación previa fue el hombre que está sentado a la orilla del cuadro, ajeno al regocijo de la Revolución Francesa…
–Yo salgo sentadito [en primer plano, a mano derecha], así mirando [ejemplifica la postura], diciendo: “¿Ahora que se traen?” No sabían lo que venía luego… [Deniz ríe. Quien mire este cuadro comprenderá un poco más el desinterés de Deniz hacia los excesos, y algo más: su sarcasmo].

–¿De ahí que la historia no es algo que le apasione?
–No, la leo porque es útil para leer otras cosas; y además, tengo la desgracia, afortunada, de que me resulta tan idéntica y tan monótona que así puedo volverla a leer y me agarra de nuevas otra vez [ríe].

–¿Y está al tanto de los avances científicos?
–De nada. Imposible. Yo trabajaba eso cuando tenía laboratorio, por lo menos absorbía unas cantidades monstruosas de química y bioquímica y demás…. Pero eso se hace no con libros, sino con revistas. Donde yo trabajaba se recibían un montonal de revistas y yo la pasaba muy a gusto; pero se fue al diablo la institución ésta y yo me quedé encuerado. Desde entonces, que apenas son treinta años, sólo por casualidad leo algo, encuentro algo. Con lo que cuestan los libros, no digamos las revistas, no es una cosa para que las compre un señor, como no sea Slim. Por lo menos hay dónde ir a leerlo, pero tenía que salir del trabajo de leer pruebas de Marx, venir aquí, comer, y entonces irme al Instituto de Química a la Ciudad Universitaria, donde la biblioteca la cerraban a las siete. Y yo salía del trabajo a las cuatro, y me costaba una hora y media llegar para hojear las últimas revistas.
–Y con respecto a Octavio Paz…
–A mí me gusta mucho hasta cierto punto, hasta cierto momento. De ahí en adelante mi interés por Octavio Paz baja mucho. Pero sus primeros libros, y así hasta el año setenta, sesenta, esos son los que leído mucho, los que conozco muy bien. Después de haber leído en el periodiquito aquel, el poeta de hoy que era Paz, tampoco me fui corriendo a la librería; pero un año después, o algo así, en una tarde melancólica, dije: pues voy a ver si hay algún libro de este señor Paz. Y de los pelos conseguí un Águila o sol y un Libertad bajo palabra de la primera edición, en Tezontle. Esa fue mi primera lectura de Paz. Luego me prestaron alguna cosa previa: A la orilla del mundo. Desde luego me refiero, ante todo, a la poesía. Los ensayos y todo eso, empecé leyéndolos y acabé no leyéndolos. Llegué hasta el Cuadrivio y de ahí en adelante ya no: no entendía, porque yo no sé nada de política, de sociología, nada de eso. Y su poesía de pronto dio un viraje, allá por los años sesenta, y bajó mucho su interés para mí. Para entonces lo conocía a él. Le tuve un gran afecto, repito; fue además una gran ayuda para mí, un gran estímulo y todo eso. En los últimos años ya casi no nos veíamos, pero siempre fue, afortunadamente, una relación muy cordial. Creo que a él también lo aliviaba un poco de ser tan importante.

–¿Y la mayoría de sus amigos personales son literatos o químicos?
–Sólo he tenido un amigo químico de origen alemán; los demás son literatos. Mientras me unía más y más a esto de la poesía, fui conociendo a unos cuantos que estimo mucho, así como fui conociendo con horror a otros que no estimo nada, pero los veía pasar por el pasillo del Fondo de Cultura…

–¿Alí Chumacero?
–Sí, es uno de mis favoritos. Alí dijo a los 40 años que en poesía ya había dicho lo que quería. Lo mismo, más o menos, que había hecho Gorostiza después de Muerte sin fin. Dijo: “se cierra la tienda”, y en efecto. Nos llevábamos muy bien en el Fondo; pero por otro lado, Alí Chumacero es una persona complicada. Es un poeta que además tuvo ese mérito, como se dice, de callarse a tiempo. Nunca olvido su comentario cuando estábamos en el FCE, todos leyendo pruebas abominables; y entonces, Alí Chumacero iba por el pasillo, se asomaba por el cubículo de cada uno y entraba, te miraba y te decía: “Maestro, mejor hubiéramos sido putas” [risas]. Después estuvo muy enfermo y no dábamos un centavo por su vida, pero he aquí que se repuso y se requetepuso y aquí sigue. De eso hace casi veinte, treinta años. Salió adelante, y evidentemente llegó para quedarse. En conjunto, su poesía la encuentro tan importante, aunque diferente, de Gorostiza y de Paz, y quiero decir del mejor Paz.

–Alguna vez, en una entrevista que le concedió a Eduardo Hurtado [La Jornada, 26 de enero de 1997] hace 11 años, dijo que la poesía es una actividad minusválida.
–No recuerdo ahora bien, la palabra [minusválida] no me suena…; pero ante la mistificación de toda la poesía y sus alrededores, pues en ocasiones reacciono hasta excesivamente. Me obligan, porque hay que ver las cosas que se escriben y se publican: me parecen todas iguales. No ahora que soy viejo, sino de siempre, desde que descubrí que los que me interesaban eran un puñado de poetas porque la infinita mayoría me sonaban iguales. Podemos disculparlos un poco, diciendo que también me suenan iguales los poetas contemporáneos: norteamericanos, alemanes, ingleses… De los rusos me gusta mucho el infaltable Pushkin, espléndido, pero como dicen, una golondrina no hace verano. Los demás poetas rusos difícilmente me interesan.

–¿Prepara algún texto en estos días?
–Ahora no estoy escribiendo, pero tengo material para rato. Y aparte me gustaría reunir lo que ya he empezado en los últimos años. Algunas cosas en prosa, llamémoslas ensayos, algunas autobiográficas… Me gustaría reunirlas y seguirle, pero ahora ya me cuesta un trabajo infernal el estar rescatando todas las cosas en prosa, que he ido dejando por el camino… Y sin embargo, las estimo. Toda mi poesía la reunió el Fondo de Cultura en un tomote que se llama Erdera. Pues saldría otro tanto de material en prosa, así que es cosa de santiguarse para que me muera antes de haberlo recopilado.