Soy el único argentino de la familia, los demás son ucranianos, rusos, de origen judío. Mi hermano llegó a la Argentina a los diecisiete años y era muy amante de la poesía. Cuando yo tenía cuatro o cinco años, me recitaba poemas de Pushkin en ruso, que yo no entendía para nada, pero que me encantaban por la música, por el ritmo. Creo que, sin saberlo él ni yo, esto fue una marca para mí. Después empecé a leer poesía. Y más tarde, a los nueve años, me enamoré de una vecina de once y quise conquistarla con poemas de Almafuerte. Como su indiferencia era total, tuve que empezar a escribirlos yo. Debo decir que esto no mejoró en nada la situación, la indiferencia se mantuvo, pero yo seguí escribiendo. Sigo escribiendo.

Mi hermana y yo, sobre todo, recibimos mucho de mi madre. No sé cómo hacía, pero ella juntaba centavito tras centavito y nos llevaba al Colón, al gallinero, aunque fuera una vez por año. Y mi hermano tenía una biblioteca (que yo saqueaba constantemente) con esas ediciones imposibles de Tor, que eran muy baratas pero tenían un número de páginas determinado, y si la novela duraba más, peor para la novela...

Mi primer libro lo publiqué a los once años…bueno, era un poema de amor imposible, por supuesto. Se publicó en una revista que se llamaba Rojo y Negro y que yo compraba porque allí salían cuentos del Oeste y de detectives. Tenía además dos secciones: la filatélica, donde se establecían canjes, y Los Espontáneos, donde se publicaba cualquier cosa, entre otras, mi poema.

González Tuñón decía que un poeta es como cualquier hombre, pero cualquier hombre no es un poeta. En ese sentido mi vida era bastante complicada. Por un lado, iba al Colegio Nacional de Buenos Aires, donde, a pesar de que había gente incluso de clase media baja, lo que predominaba entre el profesorado era cierta concepción de clase media alta. Por otro lado, hacía la vida del barrio, en Villa Crespo: iba a las milongas en el Trianón, jugaba a los dados... Esa vida de café que ahora parece estar en extinción. Por supuesto que ser poeta era una cosa que tenía guardada para mí: yo a nadie le decía que escribía poesía; ¡por favor! Era una pasión secreta. Por eso mismo, más interesante….yo no sé cómo me habrían visto mis compañeros, pero supongo que si me hubiera declarado poeta me habrían tomado el pelo.

No corregiría nada de lo que escribí, eso sería irresponsabilidad. Pero jamás me propuse hacer historia en mi poesía. Creo que el único tema verdadero de la poesía es la poesía misma. En realidad, la proporción de los poemas sociales o políticos, en el conjunto de todo lo que escribí, no es significativa aunque, en efecto, escribí poemas con ese tema como con tantos otros. En general, son los valores poéticos propiamente dichos los que permiten la persistencia de una voz. Mire, yo odio ese término que inventaron los franceses: "la poesía comprometida". Yo creo en la poesía casada: casada con la poesía. Y siempre recuerdo lo que decía Paul Èluard, ese gran poeta francés, que era miembro del Partido Comunista de su país. Cuando se produjo la Guerra de Corea, en 1950, todos sus compañeros del partido que eran poetas escribían poemas a favor de Corea del Norte, y cosas por el estilo. Paul Èluard, no. Era el más grande de todos ellos. Y cuando algunos compañeros le reprocharon que no hubiera escrito un poema sobre la guerra de Corea, él respondió: "Yo escribo poemas sobre esos temas solamente cuando la circunstancia exterior coincide con la circunstancia del corazón". Creo que ese pensamiento es válido.

Carta a mi madre tal vez sea mi libro más autobiográfico. Pero en la poesía, todos estos elementos personales tienen una traducción que no es exactamente autobiográfica. Lo que tal vez haya es una relación entre la vivencia y la imaginación. Eso ocurre en todo lo que un poeta escribe, con mayor o menor fortuna. Hay poetas que logran establecer una distancia muy grande entre la vivencia y la imaginación; pero lo que a mí siempre me ha preocupado es la posibilidad de cercanía entre estos dos elementos. Sin embargo, cuando releo lo que he escrito ya es como si fuera de otro. No sólo en el sentido del momento que propició tal o cual poema, sino también en el sentido de la escritura misma. Porque hay un movimiento constante. Me han dicho que ninguno de mis libros se parece al anterior, desde el punto de vista formal. Bueno, creo que eso depende de las necesidades del ser humano en cada caso, que siempre se mueve. Cuando deje de moverme, dejaré de escribir.

En 1973, me integré al grupo de Montoneros. Dos años más tarde fui a Europa para hacer tareas de solidaridad, porque ya la cosa con la Triple A se había puesto muy fea, muy dura. En febrero de 1979, como resultado de una serie de desencuentros cada vez más frecuentes con la conducción, rompí definitivamente con Montoneros. A partir de 1973, Montoneros cometió una cantidad de errores muy graves y comenzó el exilio. Además, como se consideraba una organización política y militar (y más militar que política) adoptó una verticalidad absoluta y actitudes hasta ridículas. Por ejemplo: en cierto momento Firmenich y compañía decidieron que había que usar uniforme. Imagínese que alguien, caminando por la calle con ese uniforme (suponiendo que alguien hubiera, porque a esa altura, en 1978, la organización estaba casi destruida), sería reconocido. El uniforme consistía en una camisa celeste con estrellitas en los hombros para los grados y vivos en el cuello, como las del Ejército Argentino, con la diferencia de que las estrellitas de Montoneros no eran de cinco puntas sino de ocho (la estrella federal), y en el cuello llevaba cruzadas una tacuara y una ametralladora. Por otra parte, al comienzo, los grados en la organización eran del tipo grupo guerrillero. Pero en el exilio empezó a haber una asimilación con los grados del Ejército Argentino. Lo más ridículo era que en el exterior también había que andar de uniforme. Y hubo cosas notables. Uno tenía que reunirse en Madrid con ese atuendo, pero como no iba a caminar por la calle de esa manera, se llevaba los implementos a la reunión, y antes de empezar y al terminar, había cinco minutos de vestuario.

Otras torpezas fueron menos pintorescas, definitivas. Un grupo de nosotros decidió irse cuando la conducción planteó esa locura que fue la contraofensiva militar, que condujo a la muerte a la mayoría de la gente que participó en ella. La contraofensiva se basó también en la gente que estaba en el exilio: muchos que querían volver como fuere, otros que pensaban que la situación de Montoneros no era tan grave en la Argentina, porque la conducción mentía en grandes cantidades. Yo recuerdo un editorial publicado en Evita Montonera que decía que la dictadura era un boxeador grogui al que bastaba dar un par de cachetadas para tirarlo en la lona, lo cual venía a ser una caracterización boxístico-política ligeramente equivocada. Yo había entrado clandestinamente en la Argentina en 1978 para hacer ver a unos periodistas extranjeros lo que estaba pasando en el país, y entonces vi que la organización prácticamente ya no existía. En ese contexto, me pareció una locura largar la contraofensiva. Como el exilio estaba bastante disperso, los que decidimos irnos publicamos una declaración en Le Monde que sirvió de punto de referencia a muchos compañeros, que entonces decidieron no participar en ese delirio y así salvaron la vida.

Yo me equivoqué, como tantos otros. Pero tampoco siento culpa por eso. Creo que la culpa puede ser un sentimiento cómodo: más bien hay que sentirse responsable en la medida en que a uno le tocó ser responsable. Por otra parte, los ideales que me movieron a militar siguen en pie. No he perdido la creencia en la necesidad de un mundo más justo.

Tengo un nieto formidable. No lo digo porque sea mi nieto, pero lo digo porque es mi nieto. Está estudiando en el Carlos Pellegrini, quiere ser futbolista y doctor en ciencias económicas. Nos queremos mucho. Suele venir a México a pasar las vacaciones con nosotros y cada vez que viene a casa arruina la configuración de la computadora, pero mi mujer lo quiere y no se queja. Respecto de lo que pasó en la Argentina, él quiere saber. Es un interés que se le despertó últimamente. A mí me parece que esas cosas no se pueden forzar, de ninguna manera. Claro que, viviendo juntos un par de meses, siempre surgen temas; pero ni mi mujer ni yo machacamos con el asunto ni estamos todo el tiempo mencionando a su tío. Si él pregunta, bien; si a mí me dan ganas de decirle algo, cómo no.