A partir de los años 90, se han dedicado numerosos suplementos y páginas de periódico para exponer la importancia de Monsiváis y su obra en la literatura mexicana. Muchas plumas célebres han elogiado su trabajo. Ofrecemos aquí una muestra mínima de los pensamientos que, a largo de los años, algunos amigos entrañables le han dedicado a quien para muchos es por sí mismo un género literario, imposible de encasillar en las formas de literatura comunes.

 


 

 

Elena Poniatowska:
Conocí a Monsiváis en 1957 al lado de José Emilio Pacheco. Siempre los vi juntos. Delgadísimos, ágiles, implacables, pero también consigo mismos. (“Mi texto es un bodrio”, decía Monsi; “no tengo ni para comer” exponía José Emilio.) Ambos de pelo oscuro, mordaces, traviesos, anteojudos, deslumbrantes, caminaban y tomaban café y se leían en voz alta sus engendros. Ambos eran poetas y escribían en la revista Medio Siglo. Desde entonces los tres nos quisimos mucho porque nos unió la risa y nunca nos hicimos confidencias. Monsiváis está obligado a medio quererme porque doña Ester, su madre, se lo ordenó antes de irse al cielo, pero si por él fuera ya estaría yo cuatro metros bajo tierra, en la fosa pantanosa de su maledicencia.

Como todos sabemos que es punzante y taimado, su tartufería se transforma en una suerte de cordial virtuosismo que ejerce relamiéndose como el gato de Cheshire, ése que sonreía sin parar a la incauta Alicia enseñando sus dientes en la oscuridad del país de las maravillas. Que el rostro de Monsiváis es cada vez más felino, sus carcajadas más próximas al maullido, lo comprobamos quienes lo seguimos desde hace cuarenta y siete años y vemos cómo se blanquean prematuramente sus cabellos y se afilan sus uñas. A medida que pasa el tiempo Monsiváis se parece cada vez más a sus gatos: Rosa Luz Emburgo, Ansia de militancia, Eva Sión, Fetiche de peluche y Fray Gatolomé de las bardas, Chocorrol.

Monsiváis es un defensor de las grandes causas del país. Le importan las causas y los individuos le interesan en tanto que las promueven. Es la acción colectiva la que lo entusiasma y con ella se relaciona eficazmente y da generosas y valiosas directivas. Con nosotras, las mujeres, protagoniza escenas de pudor y liviandad a las que tenemos que acostumbrarnos para que prosiga la amistad. No visualizo a Monsiváis repartiendo sopas colectivas ni llevando pañales a guarderías, su acción es más amplia; lo personal le parece risible y frágil y lo pasa por alto. Para él, lo personal vale en tanto lo puede convertir en movimiento de masas. Si no, existe como motivo de risa y de escarnio. Odia los hospitales y no asiste a entierros, salvo al de Cantinflas, acompañando a María Félix, al de Pedro Infante o al de Lola Beltrán para ver a la gente llorar y poder desternillarse de risa. Para reírse de sus maldades cuenta con el apoyo incondicional de Sergio Pitol y Luis Prieto que se le unen en un trío temible frente al que palidecen las brujas de Macbeth.


Sergio Pitol:
Monsiváis es un incomparable historiador de las mentalidades, un ensayista intensamente receptivo y agudo. Es el cronista de todas nuestras desventuras y prodigios, más de las primeras. Es el documentador de la fecundísima fauna de nuestra imbecilidad nacional.

Ambos leemos en abundancia a autores anglosajones, yo de preferencia ingleses y él norteamericanos. Ambos admiramos el humor inteligente de James Thurber y volvemos a declarar que el lenguaje de Borges constituye el mayor milagro que le ha ocurrido en este siglo a nuestro idioma. En ese momento, Monsiváis marca una leve pausa y añade que uno de los momentos más altos de la lengua castellana se le debe a Casiodoro de Reina y a su discípulo Cipriano Valera, y cuando, desconcertado ante aquellos nombres le pregunto: ¿y esos quiénes son?, me responde escandalizado que nada menos que los primeros traductores de la Biblia al español. Aspira, me dice, a que algún día su prosa muestre el beneficio de los innumerables años que ha dedicado a leer y aprender textos bíblicos; yo que soy lego en ellos, comento que la mayor influencia que registro por el momento es la de William Faulkner, y allí me da jaque mate al aclararme que el lenguaje de Faulkner, como el de Melville y Hawthorne, están profundamente macados por la Biblia: son una derivación no religiosa del lenguaje revelado.

Eso explica de alguna manera la excepcional textura de la escritura de Monsiváis, sus múltiples veladuras, sus reticencias y revelaciones, los sabiamente empleados claroscuros, la verdad de su ritmo, su secreto fervor. La pasión por la cultura popular logró penetrar e incorporarse al majestuoso edificio construido por Casiodoro de Reina. Tal vez por ello aquel inicial “Fino acero de niebla” (un cuento que Carlos le leyó a nuestro informante y quizá a nadie más) resultaba diferente a lo que entonces se estilaba en México, de la misma manera en que todo lo que después ha escrito resulta diferente a lo que escribimos sus contemporáneos. Un fuego de revelación yacente en el interior de la palabra sagrada logra poner en movimiento todas las energías de su lenguaje.


Sergio González:
Finales de 1979, un día lunes, cinco de la tarde. Me veo entrar en una puerta negra de la calle de San Simón 62 en la colonia Portales. A un lado hay unas habitaciones en dos pisos; al fondo, una casa con puerta de madera. La abre un señor de lentes gruesos, cabello entrecano y al aire aquí y allá, camisa de mezclilla desfajada, abdomen generoso, que me invita a pasar a su estudio-biblioteca desbordado de libros. Lleva un bolígrafo en la mano y, mientras habla, muerde éste a veces.

La voz del señor es grave, de pronto susurrante, bien modulada, arrastra las sílabas o las suelta rápido, mientras acaricia un par de gatos que se pasean, ostentosos de su aroma de orines y sus pelos tersos y erizados. Invita a la conversación a partir de un comentario político, el desliz de un funcionario, la noticia de la semana, las novedades bibliográficas que trajo de su último viaje a Estados Unidos. De la seriedad pasa a la ironía más aguda. Este es el Carlos Monsiváis que recibe a quienes comenzamos a encargarnos, hacia esas fechas, de la edición del suplemento La Cultura en México de la revista Siempre!, en la que él funge como coordinador.

Entre principios de los años ochentas y 1986, aquella escena se repetirá lunes tras lunes cuando lleguemos, a la casa de la Portales, Rafael Pérez Gay, Alberto Román, Antonio Saborit y yo para intercambiar ideas y propuestas, pulir diferencias de puntos de vista, evaluar lo publicado o, nada más, propagar chismes como en cualquier redacción sobre los asuntos del día.

Desde tres décadas atrás, Carlos Monsiváis ubicó su lugar en la República de las Letras mexicanas, al poner un pie en la irreverencia y el otro en la lucidez. Opuesto a los afanes marmóreos, ha multiplicado su persona en tantas presencias de sí mismo que ha logrado un estatuto excepcional: el intelectual como contagio irónico y multitudinario.

La vida y la obra de Carlos Monsiváis son un espejo de las aspiraciones de modernidad en nuestro país: es un escritor que cree en las vinculaciones del compromiso político y la imaginación, que apuesta por las causas de los desposeídos, que atiende los reclamos de la desigualdad social, que combate los atropellos del autoritarismo o la soberbia de poderes transexenales que cambian de partido para mejor prolongarse.

Pero Carlos Monsiváis significa, sobre todo, un escritor que ha renovado la escritura en nuestra lengua, que ha hecho del humor y el ingenio las armas letales contra la estupidez y la prepotencia, y que ha recuperado los mitos, símbolos, representaciones e imágenes de la cultura popular para otorgarles una dignidad de la que nadie podrá desposeerlos en el futuro. Ha logrado todo lo anterior desde un ejercicio cotidiano y pleno de la realidad en tanto un libro abierto, sujeto a la lectura racional más rigurosa.


Emmanuel Carballo:
Monsiváis inicia estudios que no concluye en las Facultades de Economía y Filosofía y Letras de la UNAM. Por esos años incursiona brevemente en la burocracia. Es director de la colección de Discos Voz Viva de México.

En 62-63 y 67-68 es becario del Centro Mexicano de Escritores, secretario de redacción (anteriormente de la revista leguleyo Medio Siglo), codirector de un suplemento juvenil de la revista Estaciones y director casi vitalicio de las páginas culturales de La cultura en México de la revista Siempre! (72-87).

Conferencista solicitado en las principales ciudades del país, Monsiváis se convierte, a partir de finales de los 60, en uno de los árbitros del gusto, el arte, las letras y, quizá, las costumbres. Es un personaje de la vida mexicana, a la altura de una estrella de TV, un político, un futbolista o un luchador.

Trasciende la cultura de élite y se instala en la cultura de los medios masivos, esa dependencia lo ata a sus fans, muchas veces dice lo que ellos quieren oír y no lo que él tiene que decirles. Y de tanto redactar artículos comienza a repetirse.

Desde la primera juventud practica el periodismo escrito y el radiofónico (su renombre inicial proviene de sus guiones para la radio y no para la prensa). Dedicado de lleno al periodismo de papel y tinta (en su caso, nuevo periodismo), pronto define cual será su camino: el de la crítica social hecha con humor y no con bilis.

A la seriedad que sostiene el status quo, opone la cualidad contraria, que hace estallar en pedazos, con la consiguiente alegría de los damnificados por ese orden de cosas, antiguallas que por vetustas deberían estar en un museo y no presentes en la vida de todos los días.

Los mecanismos de que se vale para conseguir sus propósitos son los siguientes: la exageración, la comparación, la parodia y el entredicho. Monsiváis es un luchador social disfrazado de hombre cínico y despreocupado.


Paco Ignacio Taibo I:
Lo malo de Carlos Monsiváis es que ya nos estamos acostumbrando a Carlos Monsiváis. A fuerza de leerlo ya no nos tomamos la molestia de reconocerlo. En el diario que yo escribo (El Universal) Carlos Monsiváis escribió sobre un tema que ya ha sido tratado por todo comentarista y consiguió con un material tan manoseado una de las crónicas más memorables del año. Su crónica trataba de de cómo un hombre, apellidado Cabal Peniche, puede acumular una fortuna por el solo placer de tener y por el uso de una sociedad política abierta a todo tipo de robo.

Monsiváis trata tan dramático tema de la única forma posible en estos momentos mexicanos; empleando un dolorido humor que sirve no tanto para dar noticia de qué clase de tipo es el tal Cabal Peniche, sino qué tipo de personas somos los que ya nos hemos acostumbrado a los Cabal Peniche. El examen del comportamiento de las últimas elecciones parece decirnos que la resignación nos espera a todos. Que detrás de todo éxito financiero está el hombre, los hombres, que conforman un FOBAPROA inmenso, por encima de cuanto seamos capaces de imaginar.

Monsiváis nos arranca una sonrisa dolorosa. Respuesta a cuanto nos sucede. Es el testigo cabal contra otras cabalidades aterradoras. Es la verdad por encima de las verdades que ya no podemos, tan siquiera, aceptar como exageración en los medios; hoy dados a ser rebasados por el informe financiero. Algún día Carlos Monsiváis será libro de texto en las escuelas secundarias.